Art, 0390
Lo que voy a contar tiene un estrecho parentesco con la realidad. Es un relato según se mire. Según, una simple nota biográfica.
Detesto el teléfono, ese bicho resoplante que se introduce en la vida de una con total impunidad. No tengo teléfono. Pero lo uso (qué contradicción, yo misma, una voz sin cuerpo al asalto de la vida de otros). Una o dos veces al día acudo a una cabina. Un miércoles de diciembre, salía de mi cita habitual cuando tuve un encuentro. La había visto paseando de un lado a otro, abstraída en un libro que llevaba abierto entre las manos. Pensé que estaría esperando a que yo saliera para llamar a su vez. Sin embargo, tomó mi camino. Pura coincidencia, me dije. Al cabo de unos segundos, se colocaba a mi altura, me asaltaba con gesto tímido: “¿Es usted B, la escritora?”. Y, antes de que yo afirmara: “Yo también soy escritora, como tú”. No me desbancó tanto el tuteo repentino como la seguridad de su afirmación. Confusa, me dejé acompañar hasta casa. En el trayecto, me informó puntualmente de que lo había dejado todo —casa, familia, trabajo— para “hacer de escritora, como tú”. Este encuentro fue la letra inicial de una frase interminable que, a lo largo de meses, encauzó, y aún estuvo a punto de dinamitar, mi vida. Cada palabra de esta frase era un gesto que ella hacía para tornearse a sí misma, lo mismo que se tornea un trozo informe de barro siguiendo un modelo que se tiene constantemente bajo la mirada.
Me visitaba cada tarde. Se apoderaba de mi mesa de trabajo. Y allí, ella, que en su vida había escrito una línea, se ejercitaba en mi máquina de escribir. Fui viendo cómo se dejaba el cabello largo, cómo variaba su forma de vestir, incluso su forma de andar. A veces, sorprendía su mirada atenta sobre mí, como si estuviera diseccionando cada gesto, cada palabra. Yo ansiaba decirle que saliera de mi vida. Pero sin saber cómo ni porqué, una especie de mala conciencia había enraizado en mí, al tiempo que el poder adormecedor de la costumbre.
Visité a un amigo pintor que me doblaba la edad y, por el mismo motivo, supuse, la experiencia. Mi relación de sucesos no pareció extrañarle. “Es una Barbie cualquiera”, dijo, con naturalidad.
Le pregunté si se trataba de un nuevo espécimen. “Las Barbies son la plaga de nuestro siglo, aunque imagino que resultan tan antiguas como el hombre mismo. Están en todos los campos. Hay Barbies que vuelan muy alto y otras que tienen un vuelo rasante. Las hay ellas y ellos. Algo las unifica: no trabajan para conseguir una obra, sino por suplantar una imagen. Pensando que ésta es el camino más fácil para acceder a aquella”.
“¿Y lo consiguen?”, pregunté, asustada.
“¿Cómo, si son trozos de plástico puestos en molde, seriados? No te molestes en sacártela de encima. Cuando haya emborronado unos cuantos miles de folios más, decidirá, de pronto, ser otra cosa. Pero a la próxima Barbie que se cruce en tu camino, por favor, no le abras la puerta”.
Seguí el consejo aunque, por si se le ocurría gastar más folios de la cuenta, decidí presentársela a mi amigo. “Tiene una casa muy grande”, le dije, “no le importará dejarte una habitación”. Al cabo de unas semanas, me enteré de que había decidido “hacer de pintora”.